España despierta ante una herida silenciosa que atraviesa aulas, hogares y pantallas. No basta con proteger: hay que comprender, sanar y educar desde el origen. Cambiar el foco no es mirar hacia otro lado, sino mirar más profundamente.
Por M.ª Pilar Rueda Requena
Hoylunes – Aunque llevamos tiempo oyendo —que no escuchando— hablar de situaciones de bullying escolar, no ha sido hasta estas últimas semanas, a raíz del trágico suicidio de una menor y posteriormente de otro caso similar, cuando hemos sentido con fuerza el clamor, el miedo y la imperiosa necesidad de gritar “¡Basta ya!” como expresión colectiva de toda la sociedad.
Pero… ¿sabemos realmente a qué nos enfrentamos? ¿Cuál es la causa de estos comportamientos en quienes generan tanto sufrimiento a otros menores y a sus familias?
Se trata de una violencia entre iguales, intencionada, repetida y prolongada en el tiempo. Puede manifestarse de manera física, verbal o psicológica, con la intención de dañar, generar miedo o excluir. Ante esto, resulta necesario preguntarnos por qué alguien puede llegar a disfrutar con el daño ajeno hasta ese límite.
El perfil de los agresores puede variar: desde personalidades dominantes o agresivas hasta jóvenes con baja autoestima que necesitan validación externa. Buscan atención a través de la violencia y, a menudo, actúan movidos por la inseguridad. En muchos casos, reproducen comportamientos que observan en sus entornos familiares o sociales.
En definitiva, es el ego quien dirige su conducta —ya sea por miedo, orgullo, frustración o prepotencia— y vuelcan hacia fuera un malestar interno que no saben gestionar.
A estos múltiples factores se suma la ansiedad que genera la incertidumbre del futuro, marcada por el cambio climático, la inseguridad y el miedo que se transmite a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Los adolescentes, aún en pleno desarrollo emocional, muchas veces no cuentan con las herramientas necesarias para filtrar o interpretar adecuadamente estos mensajes.
Por otra parte, los adolescentes que sufren el impacto del bullying suelen compartir ciertas características, aunque con distintas manifestaciones: baja confianza en sí mismos, timidez o retraimiento, lo que aumenta su vulnerabilidad. Sin embargo, también pueden poseer talentos o cualidades —como la belleza, la inteligencia o las habilidades sociales— que despiertan envidia o resentimiento en el agresor, precisamente por representar aquello que este no tiene.

Una nueva mirada ante el bullying
En este punto es donde quiero incidir: necesitamos cambiar la mirada y poner el foco no solo en quien recibe el daño, sino también en quien lo infringe.
Durante años, las políticas de actuación frente al bullying se han centrado en proteger a la víctima, pero esta protección unilateral, aunque necesaria, puede tener un efecto contraproducente: refuerza su temor y su sensación de indefensión.
Mientras tanto, el agresor percibe estas medidas como una victoria, porque siente que ha logrado su objetivo: causar daño y obtener atención.
Cambiar el foco de atención significa ir más allá de la sanción. Es necesario actuar con equilibrio y profundidad: intervenir sobre el comportamiento agresivo, pero también sobre su raíz emocional y familiar.
Separar físicamente al agresor de la víctima puede ser una medida temporal, pero no es suficiente. Expulsarlo del centro educativo puede interpretarlo como una liberación, no como una corrección.
Por ello, sería más eficaz sustituir el castigo por programas terapéuticos que ayuden al menor a reconocer sus emociones, identificar la causa de su ira o frustración, y aprender a canalizarla, contando con su familia. Solo así se construyen cambios reales y duraderos.
Hemos de cambiar la mirada para sanar y educar: A quienes reciben las agresiones, prefiero llamarles héroes o heroínas y no víctimas. La palabra víctima resulta debilitante, porque evoca pasividad y dolor:
VÍCTIMA: debilidad, ser pasivo, persona destinada al sacrificio (según la RAE).
En cambio, el término heroína despierta todo lo contrario:
HEROÍNA: implica valentía, fuerza, coraje y la capacidad de enfrentarse y superar una situación adversa.
Cuando alguien que sufre acoso comprende que quien agrede lo hace desde su propia inseguridad o baja autoestima, su perspectiva cambia. Si el agresor desea lo que el otro tiene —inteligencia, belleza, resiliencia o aceptación social—, entender esa carencia ajena fortalece la autoestima de quien es agredido.
Así, deja de sentirse víctima y se convierte en protagonista de su vida, como relato en mi libro “Mi vida con alas de colores”.
Un ejemplo que transforma: El Club de los Valientes
Un buen ejemplo de cómo cambiar el enfoque puede prevenir el acoso es El Club de los Valientes, una iniciativa que enseña a los menores desde primaria a identificar conductas de bullying y actuar con empatía y valentía.

El proceso es sencillo y educativo:
Cuando un niño o niña recibe una agresión, su primer paso es expresar un límite claro: “Basta, no sigas, no me gusta”. Si el agresor no cesa, la víctima o cualquier compañero que haya presenciado los hechos informa al profesorado, que debe mostrarse receptivo y protector.
En este enfoque no hay miedo ni silencio, sino valentía y reconocimiento como valores premiados.
Una vez verificados los hechos, el agresor recibe una consecuencia inmediata: un día sin participar en los juegos, a menos que el grupo de clase decida concederle una segunda oportunidad.
La decisión colectiva promueve la reflexión y la empatía. Si la clase considera que no debe reincorporarse, el alumno cumple su sanción con la orientación del profesorado para fomentar una reflexión personal.
Incluso si otros niños ajenos al grupo preguntan por la situación, son los propios compañeros quienes explican lo ocurrido, evitando rumores y reforzando la responsabilidad compartida.
La lección principal es clara: se premia la valentía de quien denuncia, la solidaridad de quienes apoyan y la empatía de quienes logran ponerse en el lugar del otro. De esta forma, se rompen los círculos de silencio y complicidad que alimentan el acoso.

Los planes de prevención del bullying en los centros escolares son fundamentales y deben implicar a toda la comunidad educativa: profesorado, familias y alumnado.
Sin embargo, cuando la agresión ya se ha producido, es necesario actuar también sobre el agresor, con medidas formativas y reparadoras. El menor que agrede debe entender que su acción tiene consecuencias reales, y quien ha sido dañado debe sentirse escuchado, apoyado y rodeado de solidaridad.
Si solo nos limitamos a proteger, sin intervenir sobre la raíz del problema, la víctima queda aislada y el agresor validado.
Tanto en el bullying como en la violencia de género, el foco de actuación suele recaer en quien lo sufre, mientras el agresor permanece impune hasta que el daño es irreversible.Algo debemos estar haciendo mal, porque esta violencia, pese a los avances legislativos, sigue sin erradicarse.
Es necesario adoptar medidas claras y efectivas, porque el bullying de hoy puede convertirse en el mobbing (acoso moral) de mañana, ya que ambos comparten los mismos patrones de conducta, que se adaptan y varían según las situaciones y las personas implicadas.
Albert Einstein lo expresó con claridad: “No podemos cambiar las cosas si seguimos haciendo siempre lo mismo”. La educación debe ir más allá de la instrucción académica: ha de fortalecer las emociones, la ética y la empatía.
Solo si promovemos valores como la humildad, la cooperación y la unión, esa conciencia de que todos estamos conectados, podremos construir una sociedad más compasiva.
Hay que inocular el antídoto de la esperanza en las nuevas generaciones: solo si hay esperanza habrá vida, y nuestros jóvenes deben ser los futuros cuidadores de esa vida.

#hoylunes, #m.ª pilar_rueda_requena,
